martes, 11 de junio de 2019

El guardián del hielo. Apuntes sobre una poesía que le habla a la infancia


Pereira, Colombia, Junio de 2019

El guardián del hielo
Apuntes sobre una poesía que le habla a la infancia
(Por no volver a preguntar qué poesía es infantil
 pregunto qué poesía le habla a la infancia)

Uno.
Los bordes de la infancia.

A los cinco años me fui a vivir a la casa de los abuelos por un tiempo. Ese momento se convirtió en mi centro de gravedad, en el eje de lo que todavía soy y hago.
A los cinco años cambié de casa, cambió mi mundo y todo pasó justo en ese borde de la infancia que es la entrada a las palabras. Es la entrada al lenguaje que a partir de entonces nombró para siempre unas ausencias, y también marcó una confianza plena para nombrarlas, para nombrarme, para buscar entender el mundo con sus claridades y con sus sombras.
Las cosas y las personas se pierden, se mueren, se rompen, supe pronto, pero algo de lo que fueron queda flotando a la deriva en la memoria de quién las ha querido. De vez en cuando eso que flota se enlaza a dos o más palabras, a un trazo, a una música, toca un punto sensible y sale. Mi cuerpo de nena en aquel tiempo retuvo pequeños detalles, partes que representaban un todo que se me escapaba, como es inevitable
(Creer que se entiende todo es algo de los poderosos y también es triste porque clausura posibilidades).
Pienso que por eso me dediqué al trabajo de buscar con los lenguajes, de hacer presencia unas ausencias, porque de algún misterioso modo cuando menos lo espero aparece actualizado y nuevo aquel origen de la verdad personal. De esa y de otras experiencias de la vida.
Lo que me quedó de mi madre fue su poesía. Me quedó el efecto poético de lo que ya no está conmigo. Una manera de iluminarse con la risa, de agarrar mi mano de nena, de apaciguar el susto por un mundo tan grande y múltiple con su voz, con su especial manera de hablarme.
Tengo una profunda creencia en la verdad biográfica. En la minúscula verdad de cada existencia humana y en el esfuerzo por compartir la experiencia propia con los demás. A veces los bordes se tocan, como las palabras, como los trazos de un dibujo, como las notas musicales. Y hay encuentro.
O mejor. A veces hay una red de encuentros.
Me gustaría hablarles sostenida en la confianza de señalar la parte para sugerir el todo y que lo que diga, siempre parcial y provisorio, les haga lugar a ustedes, un espacio para acomodar esta conversación que les propongo a sus propias inquietudes.
Así:
JARDÍN JAPONÉS  de José Watanabe
La piedra
entre la blanca arena rastrillada
no fue traída por la violenta naturaleza.
Fue escogida por el espíritu
de un hombre callado
y colocada,
no en el centro del jardín,
sino desplazada hacia el Este
también por su espíritu.
No más alta que tu rodilla,
la piedra te pide silencio. Hay tanto ruido
de palabras gesticulantes y arrogantes
que pugnan por representar
sin majestad las equivocaciones del mundo.
Tú mira la piedra y aprende: ella,
con humildad y discreción,
en la luz flotante de la tarde,
representa
una montaña.

Dos.
La escritura de poesía

Las personas que buscamos escribir poesía para la infancia hace tiempo dejamos de ser niños o niñas. Somos adultas/adultos que hurgamos en la experiencia sensible de lo que nos atravesó como un rayo, en el tiempo de infancia que pasó y dejó profundas impresiones debajo de las densidades del lenguaje. Porque hacer de la relación con algo un nombre es tomar una distancia para defenderse de lo que no se espera y puede ser insoportable. Dolor insoportable, belleza insoportable, entonces las palabras vienen a suavizar esos encuentros. Tantas veces y en tantas capas que de a poco aquello primero se olvida, se va perdiendo, la vitalidad de lo nombrado se evapora y queda cáscara vacía a la espera de alojar vida de nuevo. Por eso escribir poesía es tratar afanosamente de quitar capas de costumbre y, con suerte, a veces tocar aquella conmoción, lo fugaz, con la verdad de lo minúsculo.
¿No es acaso la infancia el territorio de origen de toda la poesía?
Para escribir buscamos en ese borde que llamamos infancia lo perdido para siempre, si recordamos que infancia significa lo que no habla, y como no habla mantiene una relación directa, sensorial, cuerpo a cuerpo con las cosas y las personas del mundo íntimo. Ese borde es el momento de entrada a una mitología personal, a la creencia en los otros por amor y por deseo. Es el lugar del mito sobre el principio de la existencia, pequeña invención que explica de dónde venimos con una metáfora. Y esa metáfora señala una verdad sobre lo que somos. Por ejemplo, para mí, el día en que me fui a vivir por un tiempo con mis abuelos. Y me dejé llevar de la mano por el barrio mientras mi abuelo, por no explicar lo que no encontraba palabras para decirse, me hablaba del origen de las cosas. Y cada caminata era una colección de nombres. Un inventario caprichoso surgido del azar del recorrido.
herradura
             caracol
             ombú
             boleto
             trébol
Caminábamos y nos perdíamos:

“Importa poco no saber orientarse en una ciudad.
Perderse, en cambio, en una ciudad
como quien se pierde en el bosque
requiere aprendizaje”

Dice Walter Benjamín en Infancia en Berlín.

Se escribe en estado de misterio dice María Teresa Andruetto.
Estar perdido es estar tremendamente atento. Es andar a la pesca de lo que tan rápido fuga, es ser un guardián del hielo que busca capturar lo que a cada instante cambia mientras se derrite bajo el sol, receptivo a cada signo, soportar la inquietud y bienvenir la ocurrencia.
Escribir para aprender a perderse y que venga lo que tenga que venir a esa lengua que habla debajo de la lengua que hablamos todos.
Fabio Morábito dice: el poeta solo sabe de lo que escribe, del verso que lo tiene ocupado y más allá de él, no sabe nada; así, cada verso lo toma por sorpresa. Todo poema está fincado sobre la sorpresa de quien lo escribe y, en consecuencia, sobre su nula voluntad de construir algo, que se afirma en cada paso, a cada verso.
Pero, ¿puede concebirse este procedimiento de libertad cuando la poesía que se escribe está destinada a la infancia?
Entonces me propongo pensar la infancia ya no como el territorio originario de todo acto poético. Ahora quisiera detenerme en la dimensión política de la infancia, sus sentidos diversos y, a veces, contradictorios.

Tres.
La dimensión política de la infancia

El cuerpo infantil nace expropiado, dice Andrea Jeftanovic, desde el primer día es objeto que se disputan familia, Estado y mercado. El poder está ávido de poseer ese cuerpo. Para la familia es un cuerpo donde poner sus afectos y su disciplina. Y pide obediencia. Para el Estado es un cuerpo público destinatario de políticas de salud, educación y cuidados (en el mejor de los casos, cuando hay un Estado que se ocupa) futuro ciudadano con derecho a voto. Y pide obediencia. Y para el poder económico ese cuerpo es un futuro consumidor. Y pide obediencia.
Del cuerpo infantil que mientras es infantil se supone incompleto, al poder le interesa su obediencia.
Desde el punto de vista del poder un cuerpo infantil es permeable, disciplinable, muy vigilado. Que se nombra, clasifica, estandariza. Que se reduce a un colectivo homogéneo.
Y al mismo tiempo es un cuerpo ocupado por un sujeto en pleno estado de descubrimiento. En el momento de entrada inaugural a la cultura, a los bienes culturales y a lo que se juega en los modos de hacer lazo con los otros que median para él el mundo parte por parte.
Pero a ese poder le interesa el todo, no la parte. La montaña, no la piedra.
La poesía es parte y hace parte de algo. Habla de partes. Piedras que representan montañas. No hay una infancia que poseer. Ni hay plan sobre qué decir, no hay pedido de obediencia.
Se puede decir que la infancia todavía está suelta, que no ha terminado de sujetarse a la lengua ni al pensamiento que la lengua organiza y fija. Fija en el sentido de ligar a una comunidad y también fija lo que se debe decir y cómo. Se es parte de algo y, al mismo tiempo, eso no es todo. El margen de movimiento frente a lo que se fija es lo que da lugar al deseo. Ese deseo es lo que le interesa fijar al poder y para esa sujeción a rienda corta y completa es imprescindible la obediencia. Para imponer autoridad el poder sostiene tener algo que al obediente le falta. En la posición de obediente alguien concede que no sabe y calla.
Para el poder la infancia es subalterna, sostiene Spivak y señala el peligro del trabajo del intelectual que habla en nombre del subalterno y no hace más que reproducir modelos de dominación.
¿Qué poesía le habla a la infancia? ¿Con qué procedimientos poéticos las voces que le hablan a la infancia cuestionan los discursos tradicionales de control y autoridad?
Porque la poesía a que le interesa sostener una conversación con esa delicada y fugaz sensibilidad de la infancia sabe que hay una ganancia en la pequeña voz que cuestiona los discursos dominantes y que cuestiona al poder. Que si los niños son sujetos periféricos (Nelson Osorio) o subalternos (Spivak) la decisión política de escribir para la infancia entonces puede ser la de ubicarse en una periferia.
¿Y si la voz dirigida a un niñx fuera la posibilidad de un discurso que por su libertad para nombrar las cosas al margen de los paradigmas de normalidad auspiciara una escritura al reverso del lenguaje y de las ideologías hegemónicas? ¿Acaso esta posición no abre una forma alternativa, genuina y poética de conversación con la infancia? ¿Otra manera de leer el mundo?
La supuesta carencia o limitación de lenguaje que a los poderes interesa subsanar, para la poesía puede ser la condición revolucionaria que permita una práctica cultural marginal dentro de un sistema cultural hegemónico.
Desde esta voz que le habla a la infancia —sin gestos condescendientes— se rechaza el lenguaje de los poderosos, la retórica de la oficialidad. Se encuentra el lenguaje como lo extraño dentro del propio lenguaje (como lo extranjero) como la libertad para la invención sintáctica, la metáfora y lo inconcluso. La posibilidad hermosa de nombrar la parte por el todo.
Tal vez para los y las autoras que escribimos para la infancia sea posible un trabajo con el artificio sobre la propia realización con el lenguaje. Escribir al borde de la lengua. Que el dibujo de la letra sobre la página toque una materia, raspe el cuerpo, entre al territorio primitivo donde lo sonoro dice algo fuera de los sentidos previsibles, y así la lengua, entre paréntesis de la costumbre busque desmontar los lugares comunes y acercarse a ese lugar originario del que emerge la poesía.

Cuatro.
Ser mujer y escribir poesía para la infancia

Las tretas del débil se titula un ensayo de Josefina Ludmer en el que se propone pensar cómo responde una mujer al poderoso. Porque también el lugar de la mujer en nuestra cultura es marginal. Todavía. En los tiempos de Sor Juana Inés de la Cruz y también hoy. Y es un asunto que nos ocupa. Se ha abierto la posibilidad de pensarlo y discutirlo. Y quisiera traerlo para compartir algunas inquietudes hoy con ustedes.
Ludmer propone una lectura sobre la Respuesta de Sor Juana Inés de la Cruz a Sor Filotea. Sor Filotea es el nombre que se pone el obispo de Puebla para abrir un diálogo con Sor Juana. Es una treta de poderoso ocultar su nombre-sexo para hablar en términos de una horizontalidad ficticia. Dice Ludmer: “Sor Juana, en un doble gesto combina la aceptación de su lugar subalterno (cerrar el pico las mujeres), y su treta: no decir pero saber, o decir que no sabe y saber, o decir lo contrario de lo que sabe. Esta treta del débil, que aquí separa el campo del decir (la ley del otro) del campo del saber (mi ley) combina, como todas las tácticas de resistencia, sumisión y aceptación del lugar asignado por el otro, con antagonismo y enfrentamiento, retiro de colaboración.”
Juana escribe sobre el silencio femenino. Cuenta en su biografía de cuando le prohibieron el estudio por tres meses, dice: “Aunque no estudiaba en libros, estudiaba en todas las cosas que dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal”. Es un gesto de resistencia y es un gesto profundamente poético.
Lo poético primero es una manera de leer el mundo.
Mientras pensaba en esto que hoy vengo a traerles como inquietud, leí en la revista Anfibia una entrevista a Josefina Ludmer, en la que dice que ser mujer en general y en los ámbitos intelectuales en particular no es fácil. Cuenta que tuvo que abrirse camino en un mundo de varones. “Cuando empezás a hablar dejás de ser una señora y te convertís en… no sé, en una especie de amenaza”.
Otra vez la pequeña verdad biográfica arroja luz sobre lo que se escribe. Podría llamarla en términos teóricos la posición de sujeto epistémico. Es decir, ¿qué pulsa debajo de cualquier trabajo escritural si no es un deseo propio y sus efectos opacos sobre el cuerpo del que busca una respuesta? ¿qué eros vital enciende el trabajo minucioso y paciente con cualquier objeto que se elija? ¿no podemos llamar también a ese sujeto epistémico: sujeto poético?, aunque no siempre esté a la vista. Es un deseo de la razón íntima y señala el punto que anuda el decir, entender, investigar, esclarecer o escribir de alguien a su búsqueda. El objeto de la pasión. Y esa pasión es un desvío, siempre. Una piedra que representa una montaña. Cuando alguien más desde sus propios desvíos pasionales se acerca a un objeto investido así por otro, lo advierte. Lo siente, me atrevo a decir. Ese punto opaco es el borde que permite que se toquen dos sensibilidades, es el punto de contacto entre uno y otros. Y eso es lo que en un texto hace efecto poético.
Me interesa pensar el lugar que tienen hoy las mujeres que escriben poesía para la infancia en el imaginario de un campo cultural mayor: el de la literatura. O más, el de la cultura. Sospechada esa escritura de “menor”, “demasiado emocional”, “muy femenina” el trabajo que tenemos que hacer para buscar la forma sin renunciar al modo propio, al cuerpo desde el que se escribe. ¿Cómo habla la poesía escrita por una mujer a un niñx? ¿Cómo se encuentran esas dos periferias? No la tenemos fácil, ¿cómo se autoriza a una sensibilidad femenina a conectar con una sensibilidad de infancia que esquive el territorio al que empujan la tradición y los prejuicios? Quizá cuidarse de caer en la trampa de lo que se espera de un lado o del otro.  Autorizarse en lo propio no es sencillo. Separar la paja del grano, decidir qué queda de esta marca del cuerpo que es la escritura de una mujer que escribe y qué relación de obediencia tiene con el canon hegemónico y la verdad monolítica y viril, detrás de una literatura autorizada. Esa, por ejemplo, que necesita para quedar bien parada de un remate de ironía si se mete en el territorio de lo sentimental. Más allá de la eficacia del procedimiento, de su resplandor poético, lo interesante es que no se imponga “como el modo” sobre otros modos de hacer poesía.
Es un desafío para quien escribe y para quien lee encontrar la manera de aproximarse a un texto poético con suspicacias sobre los propios prejuicios para la lectura.
Hay, cómo negarlo, puntos de tensión entre los territorios de la infancia y la poesía. Es interesante buscarlos para pensarlos. Para no fijar una respuesta definitiva. Si al poder le interesa lo fijo, lo incuestionable, lo inerte, entonces abrir el juego para proponer lecturas provisorias, dar lugar a más preguntas porque todo no se sabe, en fin, las tretas de débil para seguir perdidos en un bosque es una productiva manera de desobediencia.
Pienso que no toda la poesía que se escribe para la infancia es la que encuentra cómodamente su lugar en los estantes. Más bien hay que espigarla muchas veces en textos poco clasificables. Escrituras como las de Carlos Gassa Toro, María Teresa Andruetto, Juan Farías y tantos otros que poéticos en el trazo no importa a qué orden en el anaquel respondan. Recuerdo que una vez cité un libro de FCE durante un taller en México. Estaba la editora de infantiles. Cuando dije poesía y saqué el libro Quiere a ese perro de Sharon Creech, comentó sorprendida que lo ubicaba como narrativa.
Y quizá sea una suerte que la poesía, desobediente en todo, asalte desde el lugar menos esperado como los objetos que encontrábamos con mi abuelo cuando nos perdíamos por las calles del barrio:
herraduras
media cáscara de nuez
piedras
una hormiga

Bibilografía:
Andrea Jeftanovic, Hablan los hijos. Discursos y estéticas de la perspectiva infantil en la literatura contemporánea. Editorial Cuarto Propio, 2010, Chile.
María Teresa Andruetto, La lectura otra revolución, FCE, 2014, México.
Fabio Morábito, El idioma materno, Sexto Piso, 2014, México.
Josefina Ludmer, Las tretas del débil, La sartén por el mango, Ediciones El huracán, 1985, Puerto Rico.

jueves, 23 de mayo de 2019

Dos libros, dos viajes, dos mundos. Infinitas travesías.



“Imaginemos una ciudad donde no hay deseo. Supongamos por ahora que los habitantes de la ciudad siguen comiendo, bebiendo y procreando de alguna manera mecánica; no obstante, su vida parece chata. No teorizan ni hacen girar trompos ni hablan figurativamente. A pocos se les ocurre evitar el dolor, ninguno hace regalos. Entierran a sus muertos y olvidan dónde. […] El arte de contar cuentos se descuida ampliamente.
Una ciudad sin deseo es, en suma, una ciudad sin imaginación. Allí la gente piensa solo lo que ya conoce. La ficción es simple falsificación. El deleite carece de importancia. […] esa ciudad tiene un alma aquinética, una condición que Aristóteles podría explicar de la siguiente manera: siempre que una criatura se ve impulsada a buscar lo que desea, dice Aristóteles, ese movimiento empieza con un acto de la imaginación que él denomina phantasia.”[i]

La imaginación es el movimiento antes del movimiento. La preparación de un viaje para expandir fronteras. Para empezar, las de quien viaja.
El primer viaje que emprendemos, el de la vida, comienza por revelarnos que el mundo no es plano, que en su redondez hay volumen, que sus movimientos y variaciones obedecen a fuerzas invisibles, que además de lo que pasa sobre la superficie, de lo que se ve a simple vista, crece por dentro algo que podemos nombrar como una espera llena de deseo entre un encuentro y otro. Como un viajero imagina con deleite su llegada a destino. Porque es el encuentro con otra persona el primer movimiento de la vida y el que anuncia que hay más de un cuerpo y es también la primera manera de viajar, de atravesar fronteras.
La promesa que pone a andar la imaginación es la de un encuentro amoroso que es preciso cuidar. No hay imaginación suelta, sin objeto, siempre se dirige a algo distinto del que imagina, a otra persona, a otra cosa.
 Para que el deseo sobre algo (o alguien) no sea destructivo se activan caminos imaginarios, por atender lo diferente se inventan lenguajes compartidos, se demoran los impulsos, se eleva a potencia de fantasía todo lo que puede ser, y se elige. Una política de la imaginación pone a una comunidad en relación receptiva con diversidad de criaturas y de cosas. Abre el mundo entre lo esperado y lo inesperado, exploración de lo desconocido. Entra en el tiempo y lo atraviesa. Nunca es solo hacia el futuro.
La imaginación es imprescindible para la empatía.
Esto lo saben y practican lxs niñxs, en su mayoría, cuando todavía no fueron colonizados por el sentido común de lxs adultxs. Y es lo que hace que aprendan con todo, todo el tiempo, viajerxs incansables.
Por eso elegí dos libros que son dos viajes. Porque en ellos la ficción no es simple falsificación, no porque lo que se cuenta haya ocurrido en realidad, más bien, por el trabajo con la metáfora, porque proponen muchísimos inesperados y asombrosos viajes en su lectura, como capas que se abren, unas dentro de otras.
Y porque reconocen a lxs niñxs como viajerxs de pleno derecho y robusta imaginación, libros con la inteligencia de no ofrecer un mundo plano.
También podría decir que estos dos libros me eligieron y yo soy su viaje, lo es mi lectura mundana, materializada en un momento específico con sus vientos y mareas, con sus mapas de contornos políticos a capricho de un orden que no siempre sucede en términos recíprocos y además porque aparecieron con belleza de rara avis en esta jungla de libros.
Y porque me pregunto cómo circulan los libros entre países que compartimos una lengua que no es la misma que fue hace cinco siglos, que a veces prosperó en relación estrecha con otras lenguas y floreció diferente en cada comunidad, se enriqueció con matices y bellezas sonoras singulares. Y cómo en los libros elegidos las poéticas pueden, merced a un tratamiento literario, buscar nuevos brillos en aquella lengua que todavía pulsa debajo de estas. Atender la raíz arcaizante como principio poético, a la luz de lecturas nuevas.
Carlos Grassa Toro cuenta en el prólogo del libro Conquistadores en el nuevo mundo (Tragaluz editores, Medellín, Colombia, 2013) que leyó muchísimas crónicas de adelantados españoles que viajaron a las Indias antes de ponerse a escribir. Entró como viajero del tiempo (ser lectores nos hace navegantes del tiempo) a esos textos que fueron escritos entre finales del siglo XV hasta principios del siglo XVII, se sumergió en esas prosas entre intención de testimonio y maravilla. ¿Cómo nombrar lo nunca antes visto?  ¿No es un acto de imaginación lo que permite enlazar lo desconocido a una experiencia propia? ¿No es la metáfora lo que rodea la experiencia para nombrar la maravilla? ¿Y no es la maravilla ese efecto que suspende lo previsible y penetra a fondo en el cuerpo para quedar, así como se dice, maravillado? Lo inolvidable, lo que marca un hito, lo que se escribe en la memoria.
Grassa Toro espiga entre miles de relatos esos resplandores y los encuentra. De la pluma de cronistas un poco anónimos, porque se trata de eventos singulares que no realzan la épica de la conquista, más bien, muestran un absurdo, circunstancias poco heroicas y encuentra para sus viñetas un tono de picaresca. Relatos breves, el episodio enmarcado. Luego, debajo, un texto para contextualizar los sucesos. Porque no pierde el hilo de la crónica.
Pep Carrió ilustra con volumen, elige trozos de maderas que el mar arrojó por las orillas del viejo mundo (si algún mundo es viejo, si algo es nuevo, o si es una mirada lo que hace algo nuevo con lo que había) e inventa rostros para esos personajes hundidos en la selva, en experiencia con lo extraño. Construye, esculpe, superpone, perfora; sobre maderas roídas con texturas erosionadas, pinturas descascaradas, vetas abiertas, lisuras de tiempo y de derivas, caracoles, hierros en estado de herrumbre. La materia se expresa en la trama, el ilustrador la descubre y eleva a potencia deslumbrante el paso del tiempo.
Cada personaje con su nombre, veinte de ellos, y debajo un epígrafe que anuncia el episodio. El libro tiene la forma de un edicto antiguo. Cada doble página una crónica, la imagen y el epígrafe. Así conocemos lxs lectorxs a Juan Serrano, al que comió el tigre; a Juan Lorenzo que construyó un puente sobre un río de caimanes; a Juan Fernández que de hambre mordió el alma entre los dientes; a Benito Rosal que se salvó del terremoto y a una niña negra con él; a Francisco de Lugo que tenía un perro que ladraba.
Y más.
Y cada epígrafe es una breve, brillante nota poética.
El otro libro que quisiera traer aquí es Las Indias. Versión del Diario de a bordo de Cristóbal Colón (Comunicarte, Córdoba, Argentina, 2018)
Juan Lima escribe un poema en la voz de un Cristóbal Colón demiurgo. Es un descubridor en la bondad del descubrimiento: la creación de un mundo que aparece detrás de las palabras, nuevas, brillantes, traídas a la luz con procedimiento de arqueología literaria, excavando sentido en las formas antiguas, un trabajo sobre capas de cinco siglos para el hallazgo de una sintaxis pulida al punto de introducir la atmósfera de otro tiempo con el resplandor de lo recién descubierto.
subiéronse
todos
sobre
el mástil
y en la jarcia
y todos afirmaron
que
        era
               tierra
la hube visto
la he soñado
demasiadamente
Maravilla de un Cristóbal Colón entregado a la contemplación de un mundo que nace del acto de mirar, que inventa una lengua para nombrar el viaje, los pájaros, los peces, las casas de los hombres y mujeres que ahí vivían y las flores
y grandes espesuras
odoríferas muy
de mil maneras
que era la cosa
más dulzona
del mundo

La poesía de Juan Lima sucede como una mariposa a punto de volar, suspendida en el primer movimiento, de aliento contenido para advertir matices y detalles en el acto reposado que puede ser mirar (o leer).
Para los lectores se abre el descubrimiento de un descubrimiento, otro encuentro con lo nuevo por muy lejano en el tiempo, la posibilidad de imaginar una llegada generosa a tierras abundantes en belleza y el fondo de un acto poético que busca apresar lo que se escapa, el gesto de entregarse a la maravilla en su duración efímera como una reverencia a la vida y a lo que la vida trae.
estas islas pasan rápido
para vernos pasar
 La voz poética imagina un descubrimiento sensible, una entrada a territorio desconocido con disponibilidad para leer los mejores augurios en los signos de ese mundo nuevo.
Christian Montenegro ilustra con austeridad de recursos en máximo esplendor, a dos tintas, rojo casi cerámico y negro. El trazo se corre, se borronea, se corrige, se superpone en layers como un registro in situ que muestra la humanidad de la mano que captura en presencia, una lectura del asombro que produce el descubrimiento y una simbología que alude al encuentro de los dos mundos.
Estos dos libros, tienen en común, un tópico: el contexto de los conquistadores españoles en Las Indias, y el hecho de que lo proponen desde dos géneros periféricos dentro de la LIJ, como lo son la crónica y la poesía.
Conquistadores en el nuevo mundo, de dos autores españoles, cruza el océano para encontrar casa en las Américas. Las Indias, de dos autores argentinos publicados en sus latitudes, cruza el mar hacia esta Peonza que gira sensible a la maravilla del otro lado del océano, en España.
““El trompo” de Kafka es un relato sobre un filósofo que pasa su tiempo libre en compañía de los niños para poder asir sus trompos en pleno giro. Atrapar un trompo que aún gira lo hace feliz por un momento porque cree “que la comprensión de cualquier detalle, por ejemplo, el de un trompo que gira, basta para comprender todas las cosas”. El disgusto sucede casi de inmediato al deleite y arroja el trompo, se marcha. Sin embargo, la esperanza de entender sigue colmándolo cada vez que los chicos emprenden los preparativos para hacer girar sus trompos […].”[ii]
Me gusta pensar que entender es intención de acercamiento, una pregunta con respuestas provisorias, un impulso para que el trompo siga girando, un corrimiento del lugar de la certeza y una apertura a la claridad del movimiento cuidadoso para pensar los múltiples mundos de este mundo.
Estos (y otros) eventos de conquista (en sus muchísimas formas, en cualquier lugar del mundo y con sus devenires históricos) muchas veces oscurecidos por la bruma del tiempo y las ideas cristalizadas y repetidas hasta el cansancio, reciben alguna vez una visita que disipa la niebla con inesperados procedimientos de reinvención, fuera de todo oportunismo didáctico. Es posible encarnar palabras vivas para entrar a cualquier descubrimiento, invitación a una libertad por encima de todo vasallaje de lectura (y de vida).
Y la tranquila belleza de dos libros como ofrenda a los viajes que se atreven por rutas inexploradas. Para navegantes de imaginación robusta, lecturas que son gesto de audacia. Esos pequeños gestos que ponen en evidencia, sugerida, silenciosamente, algo que permanecía oculto para que cada lector en su singular lectura, lo encuentre.






[i] Anne Carson, Eros el dulce amargo, Buenos Aires, Fiordo, 2015; p. 232

[ii] Anne Carson, Eros el dulce amargo, Buenos Aires, Fiordo, 2015; p. 11

martes, 9 de octubre de 2018


La lengua de las ranas
(Sigiloso y fugaz acecho poético)
Qué es la poesía:
·                     ¿Una disposición?
·                     ¿Un movimiento en el mundo?
·                     ¿Una forma de vida?
·                     ¿Quizá el modo más humano de entrar en relación con algo?

Las ranas esperan quietas como budas a orillas de una acequia.
Atentas al movimiento.  
Cuando un insecto se acerca, sin salir de esa quietud alerta, la rana, despliega una lengua sigilosa y con movimiento preciso, pesca al bicho.
En un abrir y cerrar de ojos, sin alarde, porque se trata de un acto imperceptible, un truco de magia, sobre todo ejecutado con economía de movimiento, la rana captura su presa.
Durante mucho tiempo para explicar el procedimiento de la rana se recurrió a una explicación mecánica. Se dijo que la lengua envuelve el insecto y lo trae dentro de la boca.
Pero hay más.
Hace poco advirtieron que entre la lengua y la presa existe una saliva reversible: pringosa y de alta adherencia en el movimiento de primer contacto que enseguida se vuelve delgada y acuosa para cubrir con delicadeza el cuerpo del insecto.
El fluido que segrega la lengua de la rana, transparente, dúctil, imperceptible a la vista es evidente en su eficacia.
Por un instante fugaz, el de la captura, la continuidad orgánica entre cazadora y presa es total. Una se pierde en la forma de la otra. Son una y son dos de manera simultánea.
Quisiera tomar el atajo de este juego metafórico para hablar del trabajo de lo poético sobre lo humano.
En el trabajo con la poesía hay una forma que busca el rodeo de la cosa hasta hacerla parte propia. Como la lengua de la rana.
Como el recorrido de una caricia.
Entre la mano que se desliza y la superficie acariciada hay una tibieza, un magnetismo amoroso se derrama entre dos que se dicen algo sin palabras. Ese aire investido de amor que separa y conecta al mismo tiempo existe, es materia aunque no se ve, y es difícil de nombrar pero tiene efecto poderoso. Pasa algo y una sale distinta cuando la caricia ha capturado, ha conmovido.
Es difícil imaginar que alguien que no ha sido iniciado en la caricia pueda prodigar a otro ese gesto amoroso.
Es difícil imaginar que alguien humano no ha tenido la oportunidad de ser realmente acariciado con la fuerza imantada del afecto.
En ese espacio intersticial está la diferencia. Y se cultiva con generosidad genuina. Si tuviera que ponerle un nombre a ese espacio lo llamaría espíritu.
El espíritu aparece en el intersticio que se despliega entre una y lo otro. Es una zona liberada: libre de intereses, de impuestos, de ganancias calculadas.
Una acaricia a un hijo es su iniciación a la humanidad y sucede sin que nos lo propongamos. Un cuerpo humano necesita espíritu y se lo damos con la inauguración del espacio entre dos, en ese pliegue amoroso.
Son esos momentos intensos en los que las percepciones se expanden, se pierde la noción del tiempo, se expresan en el cuerpo sutiles matices nuevos.
Como una primavera.
Además de ser iniciados de ese modo en la escritura del cuerpo, en la densidad  exponencial de la recepción perceptiva, habremos de serlo también en el trabajo de cultivo de ese espacio en una misma.  Una disponibilidad a dejarse tocar, y eso, es en extremo difícil. Una delicada línea entre la confianza y el cuidado.
Entre intuición y pensamiento.
Lo poético procede de este espacio entre la lengua y lo otro. Me atrevo a decir que lo poético es el espíritu de la lengua. La zona intersticial entre el órgano de la rana y la presa. La secreción de esa lengua como acto cuidadoso de captura.
Y es eficaz justamente por su cualidad dúctil, líquida, de adhesión no forzada a la cosa.
Muchas veces se quiso explicar lo poético desde el trabajo mecánico de la lengua. Porque tiene regularidades y procedimientos anticipables. La rima y la métrica como formas preestablecidas facilitan la definición pero son totalmente incompletas para atrapar la esencia de lo poético, el espíritu innombrable, eso que toca o no toca, la adhesión magnética de los sonidos y la forma a la experiencia que ha querido capturarse.
Sin embargo, es una disponibilidad que se trabaja. No es natural ni espontánea. Así como es difícil imaginar que alguien que no ha sido iniciado en la caricia pueda prodigar a otro ese gesto amoroso, es difícil imaginar que alguien que no ha sido iniciado en lo poético (en el cultivo de la cobertura intersticial poética del mundo) pueda despertarla en otros.
Entonces otra vez hay que recordar que la escuela es la gran ocasión para el gesto democrático de ofrecer accesos a estos bienes intangibles, humanos, culturales y sensibles.
¿Y esto cómo se enseña?
Así como no hay una lengua de rana premoldeada para un insecto u otro sino que cada vez hay un trabajo de captura sensible, envoltura suave de la presa acomodada a su forma, así la iniciación poética es de habilitación de ese intersticio espiritual, disponibilidad para la entrega y entrada cuidadosa a una zona de las palabras envueltas, rodeadas, estimuladas bajo el pliegue sensorial, intelectual, emocional del cuerpo propio.
Se ofrecen espacios de densidad poética.
Se ofrece la experiencia de lo que ha abierto la poesía en una misma. Como un don. Como la caricia que humaniza al hijo recién nacido.
Hay que saber que es trabajo de tiempo demorado, de confianza para dejar hacer a la materia del poema sobre el cuerpo. Dejar que los sonidos, las voces, recubran la superficie sensible, penetren y toquen. El poema puede interpretarse como una partitura y hacerse marca sonora o puede seguir la huella de la memoria sonora del cuerpo que lee en silencio, que ya ha tenido anteriores experiencias abundantes.
Dar tiempo a que la lengua de cada lector segregue su propia sustancia de adhesión al poema. Dejar que las sensorialidades conecten con el pensamiento de manera voluptuosa porque hay un eros del pensar y del sentir que será preciso dejar venir para que realmente suceda algo del orden de lo poético.
Entonces muchas veces, quienes enseñamos, los que nos proponemos iniciar a otros en poesía somos de pronto presas de la adhesión sensible a un texto poético, somos sorprendidos e iniciados en una nueva zona receptiva, entregados al asombro. La captura de un resplandor tiene efecto poético.
Las ranas a veces también son presas:

La garza

Todas las veces
salvo una
los pececitos
y las ranas con lunares
reconocen
las patas de bambú
de la garza
a partir de las finas
y pulidas cañas
en los bordes
del sedoso mundo
de agua.
Luego,
en su última pulgada de tiempo,
ven,
por un instante,
la blanca espuma
de sus hombros
y la blanca curva
de su panza
y la blanca llama
de su cabeza.
¿Qué más se puede decir
de semejantes nadadores salvajes?
Estaban acá,
en silencio,
ya desaparecieron, habiendo saboreado
el terror puro.
Por eso inventé palabras
con las cuales pararme atrás,
en la orilla verde-
con las cuales decir:
¡Miren! ¡Miren!
¿Qué es esa muerte negra
que se abre
como una blanca puerta? (1)
Mary Oliver (Maple Heights, Ohio, 1935), versión de Tomás Maver
Gentileza de Natalia Litvinova
Paso los ojos sobre las palabras, su disposición en el papel, dentro mío suenan y acompaño tan profunda, intensamente a las ranas y los pececitos entre las patas de las garzas, siento que la materia sobre la que estoy es agua, tiene su densidad y fluidez. Percibo la claridad eventual de un rayo de sol que atraviesa la transparencia velada de la orilla, me muevo sedosa entre plantas acuáticas en una espacie de limbo fresco lleno de vida y de pronto algo me saca, se hace luz repentina y me traga. Eso llega a mí, en virtud del trabajo aéreo sobre la página, en adhesión conmovedora. Lo siento. Lo entiendo con una comprensión por lejos más enorme que la que he intentado con palabras precarias.
Se hace experiencia vital.
Me parece que se puede aprender algo más de la rana al acecho. Hay atmósferas que hacen propicia la entrada a lo poético. Y hay un trabajo sobre esas atmósferas y una misma. Unas técnicas sobre el cómo estar:
La disponibilidad para la contemplación, la meditación. Un estado de quietud alerta. De expansión sensible, presencia acompasada a lo otro. Dejar que el ritmo de lo que rodea se encuentre con el ritmo propio, la respiración, las respiraciones que buscan entrar al poema.
Me gustaría para terminar leerles un poema. Jugar con ustedes a que el vestido es la poesía y lo que le regalaron a la nena ha sido un poema.
Con permiso de Florencia Gattari:

Vestido nuevo

Era noviembre y una nena recibió de regalo un vestido.  
Enseguida se lo puso.
Pero nunca parecía buen momento para sacárselo.
Pasó el verano con sus soles y llegó el otoño con sus vientos.
La nena lo saludó entre volados.
Después de todo, ¿quién dice cuándo
es tiempo de sacarse un vestido?
¿Una mancha, tres arrugas,
el hilito que asoma
de un dobladillo
que se
des
co
se
?
Los vientos venían de otros otoños que quedaban lejos. Arrastraban papeles, perfumes, hojas secas.
También semillas que los pájaros dejaban olvidadas en cualquier parte.
 Aunque, ¿cuál es el lugar mejor
para una semilla?
¿El bosque,
un cantero,
una maceta,
el borde
de qué camino,
de qué jardín?
En el invierno, sobre el vestido hubo gorros y tapados y bufandas. Sumando capas de cebolla, no es difícil convertir un solero de noviembre en un traje de astronauta de julio.
Cuando volvió la primavera, la nena se sacó las bufandas, los tapados, el gorro. Y quiso ponerse radiante, como todo a su alrededor.
Pero le costó peinarse los brotes.
Uno de esos días le creció el tronco y se le alejó el piso.

 Porque quién sabe cuándo crece un árbol.
Y una nena, ¿cuándo?
Al principio tuvo vértigo y pensó en bajarse del vestido. O sacarse el árbol.
Esperó.
Descubrió que mirando para arriba se mareaba menos. Aprendió un idioma de silbidos mientras le florecían los bolsillos y le verdeaba el ruedo con hojas recién nacidas.
Hasta que una tarde decidió cambiarse de ropa.
Estuvieron de acuerdo: árbol y nena.

Se desprendió los botones y los brotes, y bajó.
Su familia organizó una fiesta para celebrar la vuelta de la nena. Y el cambio de vestido.
Le regalaron como veinte, de todas las telas, de todos los colores.
La nena eligió uno y se lo puso.
Por la ventana, les hizo un guiño a los pájaros del viento.
Hay muchos modos de lucir un vestido.
Hay muchos modos de cultivar un jardín. (2)

Que los poemas que lean en sus clases sean para sus iniciados/as como un vestido que no se quieren sacar. Que se hagan árboles, reciban semillas que broten otros poemas de los bolsillos, de los pliegues y dobleces, de la libertad de sacarse, ponerse, dejarse; en maceta, bosque o cantero. Que se hagan deseo propio muy profundo porque vaya a saber qué es la poesía, pero necesitamos su revolución sensible, su resplandor, su humanidad.

(2)
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(1) The Egret


Every time
but one
the little fish
and the green
and spotted frogs
know
the egret’s bamboo legs
from the thin
and polished reeds
at the edge
of the silky world
of water.
Then,
in their last inch of time,
they see,
for an instant,
the white froth
of her shoulders,
and the white scrolls
of her belly,
and the white flame
of her head.
What more can you say
about such wild swimmers?
They were here,
they were silent,
they are gone, having tasted
sheer terror.
Therefore I have invented words
with which to stand back
on the weedy shore—
with which to say:
Look! Look!
What is this dark death
that opens
like a white door?