lunes, 27 de noviembre de 2017

Un jardín primitivo
(texto para mesa de lectura, Filbita, nov, 2017)

Hasta los cinco años viví en un jardín primitivo. Todo en la casa tenía espíritu salvaje: los sillones, el tocadiscos, la biblioteca. Una biblioteca de la que mi mamá sacaba palabras que también se ponían salvajes y hacían lo que querían conmigo y con lo que nombraban.
Las cosas tenían una intensa relación con la luz: desaparecían en la sombra para descansar de sí mismas, volvían al día siguiente multiplicadas en presencia. A veces, si el sol entraba oblicuo, quedaban envueltas en un chisporroteo de felicidad extrema.
A mí me pasaba igual.
En el patio había un damasco, se dejaba trepar, tenía hojas acorazonadas y en noviembre se brotaba de frutos que comíamos recién cortados, a veces tibios, no siempre queríamos esperar a que fueran lavados y puestos al fresco, nos gustaba sentir en la boca urgente esa aspereza vegetal. 
Una noche mi mamá dijo damasco. No hablaba de árboles, ni de frutos. Dijo Damasco y damasco fue ciudad antigua, almizcle, zoco y alfombras persas; y damasco se multiplicó sobre sí en reverberancias nuevas. Como las cosas, a veces las palabras, chisporroteaban de felicidad.
Y yo con ellas.
Leímos una versión para niños de Las mil y una noches y fue la entrada inaugural al jardín primitivo de los nombres exóticos. Nombres que no referían a objetos conocidos y por eso se volvían aire que suena en el aire en espera libre de algo para nombrar, anticipando así su naturaleza imaginaria. Estallándola.
Traigo esta lectura porque representa el espíritu de un tiempo de sensorialidades abundantes auspiciadas por ese poema anónimo, leído en intimidad, en penumbra. Tuvo la amabilidad de demorarse para dejarme entrar (la voz que contaba /la atmósfera que rodeaba)
Las palabras tocaban la materia, raspaban el cuerpo. Caían de maduras en otro plano, entre paréntesis de la costumbre. Quedaba el efecto sonoro arremolinado en el umbral de la lengua, resto caído de algún significado que llegaba con esa fuerza extraña ligada a la respiración, al ritmo.
A ese resto me gustaría llamar belleza por lo que invoca.
A los cinco años Zeus me expulsó del paraíso.
Lo que no respira, muere.
En Homero psiqué, soplo vital, es lo que abandona el cuerpo, lo que extingue una presencia en este mundo.
La voz de mi mamá, la más cercana, la iniciática, se extinguió. Su marca en el aire, su modo de ondular palabras desapareció para siempre. Durante mucho tiempo cuidé el recuerdo, quise conservar el timbre, la cadencia, pero se me escapó.
Y lo dejé ir.
Quizá escribo como búsqueda de esa voz perdida. En el camino lo inesperado me toma por sorpresa entre los restos arremolinados de lo que fue y lo que es dentro de mí, su eco anclado en aquel principio.
Pronto aprendí a leer para conservar esa relación íntima con el sonido guardado en la letra escrita. El ritual de abrir un libro y encontrar la psiqué capturada en el signo de lo que no está pero todavía habla.
Los dioses del olimpo vinieron a revelarme la humanidad profunda de los motivos del amor, del odio, del destino. Todas las criaturas mitológicas tenían voz y hablaban de sus motivos. Del jardín primitivo pasé a la epopeya. Al canto de los hombres y su comunidad, a la deriva sobre un mar lleno de peligros y encantamientos de sirenas. El destino, la vida, era demasiado enorme para comprenderse, el pequeño detalle de la hoja en el talón de Aquiles no podía anticiparse, la furia de los dioses tampoco. Podía mantener el rumbo de un barco, evitar la zozobra, dejarme llevar por las fuerzas poderosas del viento a favor, poner proa en dirección al jardín primitivo que aguardaba en el tiempo sumergido de la lectura al fondo, más al fondo, de mí misma.
Durante muchas tardes jugué a inventar epopeyas acuáticas en una pileta casi abandonada. Desde la orilla me acompañaban iguanas curiosas, higueras de las que había que cuidarse y sol extremo. Como una escena de Monteiro Lobato: Emilia, la mazorca y los chicos jugaban conmigo y el lugar bien podía haber sido El benteveo. Debajo del agua el silencio era profundo y claro. Dejaba que las voces sonaran en mi interior mientras el pelo levitaba y yo levitaba, me volvía vegetal, me volvía agua.
Agradezco mucho esos días sueltos de urgencias y el olvido de los que me cuidaban porque de ese modo mi naturaleza silvestre se acompasó con la trama abierta de lo que leía sin tener otro motivo más que volver a un ritual amoroso. Los libros estaban disponibles para mí, me interesaban, eso era todo.
A veces volvieron. Las mil y una noches en su versión completa apareció en los estantes de una biblioteca ajena mientras estaba de visita. Tenía quince años, me había mudado a la ciudad, era tiempo de repliegue prudente. La casa a la que había ido parecía una torre de Babel, gente que iba y venía, fiesta con coreografías y yo que soy una bailarina errática me perdí en un pasillo angosto. Leí esa noche, me llevé el libro y seguí durante el día, no podía dejarlo. Nadie me dijo nada y si me hubieran dicho habría contestado que cada quién se rasca donde le pica. Hubo fiestas antes, habría después. Y con nadie podía hablar de esa otra fiesta secreta, el reencuentro con el damasco voluptuoso, eros de la letra, que ya estaba ahí, y ahora se abría también en el interior de las escenas.
Como lectora también soy bailarina errática, buena nadadora sobre todo y, si la ocasión invita, prefiero la levedad del cuerpo suspendido debajo del agua al estilo de velocidad sobre la superficie. La lentitud en los movimientos me acomoda.
Cuando escribo algo brota otra vez en mi jardín primitivo. Lo que soy ahora empezó durante aquel tiempo mitológico: eso otro que fue mi infancia.