lunes, 31 de julio de 2017

Las cartas del azar

Derivas sobre este asunto de intimidad y delicadeza que sucede cuando un editor edita lo que un escritor escribe.


Tuve mucha suerte en esto que para nombrar me falta. Si digo oficio también es otra cosa que se sintetiza en la palabra escribo aunque en la palabra escribo cabe el infinito.
Y digo tuve mucha suerte porque en estos años de práctica de intercambio, de conversaciones con editores, hubo generosidad para acompañarme. Aprendí unos modos de hacer lugar a otro en ese sitio en el que no cabe más que uno en el momento de aupiciar existencia. 
Cuando escribo pido, exijo, necesito soledad.

Sin embargo, hay otro momento, en el que la lectura de otro también auspicia. Y con el paso de los libros -buenos, malos, menores o mayores, ese es otro asunto- sigo aprendiendo, esclareciendo para mí la posición que me interesa.

Hace tiempo leí una nota de Graciela Montes en la revista Piedra Libre, ella decía que no entendía cómo los escritores esperaban que los editores les dijeran cómo escribir. Cuando la leí no terminé de entender a qué se refería (ya dije que fue hace mucho tiempo y todavía no tenía experiencia para interpretar ese comentario) era un comentario duro.
Ahora lo leo así: hay un trabajo que nadie más puede hacer por vos. 
Y aplica a casi todo. 
Hay una pregunta, un vacío que nadie más puede formular, -si estamos hablando de escribir- una deriva, un no saber que funciona como incomodidad extrema: dispositivo de creación, un raspor que tolerar.
De los editores, cada vez más,  tuve lectura detenida, cuidadosa, y después, la sabiduría de decirme algo que no se termina de decir. 
Una disponibilidad. 
Una presencia casi de transferencia, opinó una vez una amiga que comparte zonas de interés, una intervención analítica en el punto en el que el saber hacer con eso que inquieta (del texto en este caso) queda de tu lado. 
Y digo cada vez más porque tampoco ese lugar es construcción absoluta de los editores. También ahí está implicado el que escribe. 
Ahí también se juega la posición que me interesa: si demando (pregunto qué tengo que hacer, cómo lo tengo que hacer) pongo al otro en situación de responder a la demanda. Si pregunto qué esperás de mí, para ahorrarme el trabajo de la angustia, (que trabaja como aliada a veces) el riesgo de poner en juego mi deseo que puede no ser lo que  otro espera, pero es lo que soy, pongo al editor en el lugar de hacer mi trabajo.

También advierto ahora el oficio (o más) sutil, inteligente, de lectura potenciada que cultivan los editores para intervenir con precisión, belleza, porque tengo que decir: agradezco la confianza de lanzar una inquietud de lo que ha sido leído en el texto sin cerrar sentidos, dando lugar al estallido propio, al entusiasmo, al deseo que se juega en la escritura que no es obediente, es reactiva, sensible a una buena hipótesis de lectura.

A veces pienso que es más fácil quejarse de los editores, por caso, uno se borra un poco y sale aliviado de un asunto, se escabulle. O entregarse por completo a una fusión en la que no queda claro qué trabajo hace cada uno. Y los efectos de ponerle a decir a otro (que está en otra posición de lectura, de trabajo con el libro, de reflexiones sobre los haceres) algo que tiene que buscar uno. Ubicarse en el propio espacio no  es negar el otro punto de vista, es sumarlo en su justo lugar: otro. 
Para seguir pensado.

Me gusta saber que de lo que piensa un editor no sé todo. 
Me gusta saber que hay lugar para la sorpresa entre nosotros.




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