sábado, 11 de octubre de 2014



A Iris Rivera, jugadora empedernida
traficante de juegos de otros y alientos
con rumbos desprevenidos.
A Iris Rivera, digo.

Un toque de distinción
(O el espíritu oculto de las cosas)

Uno.
Toda historia tiene una historia. Es como el juego de las muñecas rusas. Dentro de cada una hay otra. Como nosotros: cubiertos por infinitas pieles de relatos. Eso somos. Todos. Y venimos de piel en piel, renaciéndonos cada día, criaturas breves de ilusiones largas, enhebradas en infinitas versiones de nosotros mismos.
Pero:
¿Qué nos enhebra? ¿Qué nos hace ser exactamente quienes somos? ¿Qué nos diferencia de las miles, millones, de personas que nos rodean?
Podría decir el espíritu. Sería una respuesta arriesgada. “Espíritu” es una palabra muy cargada de significaciones, algunas, alejadas de lo que nos interesa. Porque buscamos algo que diga del rasgo que hace de cada ser humano alguien único y distinto. Pero con las palabras siempre es interesante el desafío de verlas con ojos nuevos. Desandar un poco las pieles, quitar las capas de la costumbre, a ver a qué lugar nos llevan.
Imaginen, en el diccionario de la RAE hay once acepciones para la palabra “espíritu” (Del lat. spirĭtus).
Las primeras tres:
1m. Ser inmaterial y dotado de razón.2. m. Alma racional. 3. m. Don sobrenatural y gracia particular que Dios suele dar a algunas criaturas.
Se refieren a algo sobrenatural e inmaterial. Vamos a dejar estos asuntos a los que se ocupan de lo divino porque a nosotros aquí nos interesa lo humano.
Y entonces nos asomamos a la cuarta acepción. Dice: 4. m. Principio generador, carácter íntimo, esencia o sustancia de algo. Ah… esta nos acerca un poco a lo que estamos buscando: principio generador, carácter íntimo.
Y sigue mejor, verán: 5. m. Vigor natural y virtud que alienta y fortifica el cuerpo para obrar. 6. m. Ánimo, valor, aliento, brío, esfuerzo. 7. m. Vivacidad, ingenio.
Este espíritu que proviene del cuerpo es el que me interesa. Y me recuerda una historia que ya he compartido. Hace tiempo un antropólogo francés, Marcel Mauss, vivió en la Polinesia. Después escribió un libro: Ensayo sobre el don. Allí cuenta que los maoríes eligen algunos objetos especiales: los taonga. Pueden ser un caracol, una piedra, una danza, cada cual elige algo personal. Y los taonga son especiales porque tienen Hau. El Hau es la fuerza que hace diferente esos objetos de los demás. Significa algo de viento que insufla vida en las cosas o situaciones elegidas.
Cosas con “un toque de distinción”.
A eso me refiero cuando digo espíritu. A algo que proviene del cuerpo, un soplo de vida. Y miren luego qué interesante la última acepción de la Rae: Espíritu significa: 11. m. Signo ortográfico con que en la lengua griega se indica la aspiración o falta de ella.
Los griegos que se dieron cuenta de casi todo, notaron que algo de viento que insufla vida, se traspasa a las palabras. Algo material, que proviene de un cuerpo vivo y deja una marca. A veces intangible a la vista pero evidente a la experiencia. Entonces recuerden que cuando digo espíritu no estoy hablando de los dioses, estoy hablando de las criaturas del mundo.
El “espíritu” al que me refiero sería un aliento movido por algo. Un deseo. Lo que hace la diferencia. Lo que empuja las elecciones de cada instante. El motivo para cada uno. Algo indefinible, oculto, que pulsa por debajo de lo que se ve pero que emerge como alegría cada vez que se le da lugar.
Animismo puro estoy proponiendo, como el de los llamados “pueblos primitivos”. Esa palabra: “espíritu” que era casi el sinónimo particular de vida. La vida para cada uno.
Algunas teorías proponen que todos estamos hechos de relatos, somos un tejido de discursos, y conviven en nosotros todas las lógicas. Pulsa por debajo de la trama de la razón el animismo. Podemos sostener explicaciones razonables, y también, mágicas para las cosas. Si no fuera así no existiría la literatura.
Y el lugar que tiene ese “animismo” en la vida de las personas es tal vez muchísimo mayor del que imaginamos. Es lo que nos lleva a detenernos sin razón en unas situaciones y no en otras. Es lo que hace de cada lectura una distinta.
Vuelvo.
Una niña pequeña juega en el patio de su casa. Repite unas palabras que ordenan su juego. Son palabras para ella misma. Es el sonido de su voz diciendo las palabras lo que sostiene el juego. Es el pulso poético de lo que dice, que en rigor, no dice nada para nadie más. Pero sin eso no habría juego.
Entonces esas palabras forman parte del juego. Le dan una configuración única. Le aportan existencia.
Toda situación de construcción de un relato está acompañada de la búsqueda de una forma, un ritmo, un movimiento en el mundo que hace de eso, algo con ánimo, brío, esfuerzo, con “espíritu”.

 Dos.
En el mundo hay muchísimos objetos. Estamos rodeados de cosas. Tantas, que si alguien deseara y tuviera todo, enloquecería. Por eso, uno amuebla su vida con los objetos que elige. Y elige con unos argumentos razonables y otros que son un misterio hasta para una misma. Es difícil encontrar una explicación: la elección, a veces, tiene la forma de una evidencia. Compramos algunas cosas, nos regalan otras. O las heredamos. O las encontramos por ahí.
Pero aun cuando se trate de objetos destinados a satisfacer una necesidad perentoria: hambre, sueño, abrigo; algo de nosotros se juega en la elección. No nos da lo mismo cómo y con qué encontramos esa satisfacción.
(Queremos algo con “un toque de distinción”)
Entonces a esas cosas que nos rodean las “distinguen” esos valores asignados por nosotros.
Otra vez voy a detenerme en una palabra. La palabra “valores” también ha sido extenuada por el uso. Pobre palabra, en la boca de cualquiera diciendo cualquier cosa, se quedó casi sin aliento, boquea como pez fuera del agua. Me parece necesario recordar que hay una dimensión particular de la palabra “valores”, que cada uno de nosotros lleva a cabo procedimientos de valoración. Arriesgo una hipótesis: valorar algo es “leer” en una cosa sus cualidades como signos en relación al repertorio de significaciones que desde nuestra experiencia hemos atribuido. Esos signos tienen una dimensión social y personal. Es decir: el valor de algo para alguien es la suma de los efectos que producen las cualidades de esa cosa en esa persona en particular.
Los objetos tienen, por ejemplo, un valor de mercado. Lo que cuestan. Es un valor que se fija por fuera del objeto y de nuestra relación de deseo. Pero representa una mínima porción del valor de la cosa: una botella de agua no vale lo mismo para mí paseando por el centro con tres quioscos por cuadra que para alguien extraviado en el desierto.
Pero el asunto va todavía más allá. Mis fotos familiares tienen un valor de intercambio mínimo en el mercado pero no para mí.
Las cosas tienen valores de mercado y otros: valores simbólicos, culturales, emocionales y más. Y todos esos valores se entrelazan y constituyen al objeto como posible reservorio del “espíritu” de alguien.
Vuelvo a la niña.
La niña inviste de espíritu —con esas palabras misteriosas— a su juego. Como si se tratara de un ritual mágico traspasa algo de sí a las acciones y los objetos de su juego. Y por eso cree. Porque para jugar hay que creer en el juego.
Esa operación de animización de los objetos nos enlaza a ellos y también entre nosotros, los objetos ligan, crean lazos, en todas las dimensiones de lo que valen.
Los libros de literatura son objetos de este mundo. Tienen valor en metálico y más: como objetos de transacción. Por eso son mucho más que mercancías. Son objetos que circulan en diversos sentidos y ese circular refuerza, o no, una trama de lectores. O sea: no da igual cómo circulen. 
El valor de un libro de literatura excede al que tiene como objeto material en el exacto momento en que lo elijo y se tramita entre el libro y yo un relación especial, yo le traspaso algo de mi hálito, algo de mí, se abre un diálogo, entro en pacto ficcional y creo, con todas las ganas de creer, en eso que estoy leyendo. O no creo nada y lo abandono. Son dos maneras de valorar. Existen en mi historia con ese libro procedimientos de valoración.
Pero hay muchísimas otras situaciones que inciden en el valor de un libro. Situaciones que están ocultas a primera vista y que vienen de la historia de ese libro que ya tiene unas cuantas pieles al momento de llegar a nosotros.
Si yo soy la autora, mi posición de “entrega” a la escritura suma o resta valor. Mi posición simétrica a la de la niña que busca la forma en el sonido de las palabras, la cadencia, la resonancia que impregna de espíritu su juego, se advierte. Hay o no ese misterio que se traspasa luego a un lector. Y en la hondura y dimensión en que yo como autora lo he jugado.
Otras circunstancias también influyen en el valor del libro una vez que ha salido al mundo. Algunas que pasan por mis elecciones, otras que deciden otros. Qué cuerpo tendrá mi libro, qué diseño. Cómo se relaciona lo que dice “la forma” del objeto con “la forma” del texto.
Y a mayor distancia pero no menos impacto, cómo aparece mi libro en un catálogo, cómo se ha pronunciado la crítica si lo ha hecho, si recibe premios, etc.
Y también qué hago/digo yo sobre mi libro. Mi postura como autora, mis pronunciamientos sobre mi obra, mis consentimientos, mis resistencias, todos mis actos en torno al libro, suman o restan valor, al “espíritu” que le imprimo. Porque, claro está, todos somos distintos y no todos queremos lo mismo de las cosas. El espíritu, el hálito propio…
Si yo soy autora de Literatura para chicos, y me pronuncio acerca de la necesidad de valorar la LIJ como arte, un arte que no es menor, y sostengo que no hay que subestimar a los chicos, pero mi prosa huele a infantilizada, a posición de vasallaje a la demanda del mercado, le resto valor a ese objeto, le resto credibilidad, valor simbólico, valor sensible, valor cultural. Lo aplano. Y todo esto es efecto de mi propia posición frente al texto, el valor que me he restado corriéndome de mi impronta, de mi impulso vital, de mi propio juego, para someterme a las demandas del mercado. O de lo que yo imagino que busca el mercado.
Así es como resulta que en el libro digo cosas que no creo en el fondo, las digo porque son políticamente correctas y conviene a mi investidura. Lo lamentable es que traspaso esa falta de creencia al objeto. No estoy jugando: hago como que juego, que no es igual.

Tres.

Cuando un mediador elige un libro, —que viene ya con ciertos atributos, alientos, bríos, esfuerzos— comienza a escribirse una historia nueva de vital importancia (si nos interesa acompañar el proceso por el que los lectores se van construyendo a sí mismos). También se huele la relación que tiene el mediador con ese libro y con la literatura en general. Se advierte la fruición con que se entrega al juego de leer a/con otros. Su manera de acercarse al libro le suma o resta valor. Sus posibilidades de ponerlo a dialogar con otros textos, de encender esa letra, de meter el cuerpo a/en la lectura.
Si el mediador lee con distancia, con una concepción de niñez subvalorada, con reparos, le resta valor. Si lee para enseñar lo que él quiere le resta valor.
Porque todo mediador-lector sabe que el “espíritu” es asunto de cada uno. Es el hálito vital de cada ser humano. Que nadie puede obligar al valor íntimo, de “espíritu”, a otro. Que cada cual deberá tener espacio para su juego, su lectura, sus posibilidades de insuflar “vida” al texto. Lo que se media es el objeto, no la obligación a una relación particular con ese objeto, que será inevitablemente distinta para cada persona.
Los valores no están en un texto “per se”, los valores están en los lectores y surgen de la lectura, que es de cada uno y de cada otro.
Si alguien quiere imponer su valoración absoluta sobre un libro anula la posibilidad de que el niño lector encuentre espacio para contagiar su espíritu al libro. Será una experiencia ajena, superficial, pasajera, con moraleja hecha de palabras sin espíritu: palabras que se lleva el viento.

Cuatro

Un toque de distinción es una película encantadora. Un clásico. Es la historia de una mujer que conoce a un hombre, comparten un taxi y comienzan a frecuentarse. El hombre la seduce con -más o menos- encanto. La mujer advierte la seducción del hombre y seduce también. Después de algunos encuentros el hombre invita a la mujer a una situación de intimidad. En un ambiente poco cuidado y sin ninguna “distinción”. La mujer le dice que es muy interesante su propuesta, que le encantaría pero que las condiciones para dar lugar al deseo son otras. Y propone.
No da lo mismo cómo la seduzca. Importa qué hace con eso, cómo lo hace. Lo que resta o no valor a los encuentros, que después de todo, como con los libros, también son historias de amor. Y en las historias de amor nos jugamos, y tanto que a veces salimos malheridos, pero nos jugamos igual. Vale la pena el riesgo. Por eso, para terminar, les convido un poema de Raquel Garzón (cordobesa, contemporánea), en Riesgos de la noche.

Argumentos de arena
No deberíamos amar nada que pase.
Nada que nos mate un poco
cuando sus signos mueran.
Es decir, nada que ría.
Nada que tiemble o se conmueva.
Nada que florezca para luego marchitarse,
de buenas a primeras.
Nada vivo, si apuramos conclusiones:
duele tanto ver cómo lo que amamos
se deshace en nuestras manos vencido por el tiempo.
Es más,
no deberíamos amar, si lo pensamos.


Pero no lo pensemos.
Hoy no, al menos.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Del hilo de la línea al hilo de la letra. O del hilo de la letra al hilo de la línea.

(Poesía de Edith Vera)
Una vez que se ha pronunciado
la palabra amapola
hay que dejar pasar algo de tiempo
para que se recompongan
el aire
y nuestro corazón.

Algo de tiempo, algo de silencio. El equilibrio entre la palabra y el silencio.
Tiempo, palabra y silencio son asuntos de la poesía.
La prosa poética pide las cualidades de lo poético. La búsqueda de ese delicado equilibrio entre tiempo, palabra y silencio.
Las palabras marcan una entrada al tiempo, y según el caso, piden o no silencio.
Ahora cada vez que pronuncio la palabra amapola  tengo que dejar pasar algo de tiempo… porque lo dice Edith Vera y porque ya nunca podré olvidarlo. Su poesía se metió dentro de mí.
¿Cómo?
Algo de su aliento se ha hecho mío y me encuentro a través de la lectura con esa misma necesidad. Soy parte de la creación de Edith Vera y su creación es parte de mí.
¿Cómo ha sucedido?
Resulta difícil explicar algo que se parece a un enamoramiento. Se parece más a comprender que a entender, diría Iris Rivera.
¿Y estos asuntos, son cosas de la literatura nada más? ¿Acaso no sucede con todo el arte? ¿De qué se ocupan los artistas?
Se ocupan de crear obra. Ellos se ocupan de la obra. El efecto de la obra sobre mí viene después.
Entonces, ¿cómo se escribe una poesía?, ¿cómo se pinta un cuadro?, ¿cómo se compone una melodía? Son preguntas difíciles de responder. Podemos arriesgar una hipótesis: todo empieza con una idea.
Pero, ¿cómo aparece una idea?, ¿cómo comienza un acto de creación?
En muchísimas ocasiones una intenta responder estas preguntas, tira del hilito a ver qué sale. Pero es apenas el rodeo de un asunto que es un poco oscuro porque participa de un misterio. Y justamente por este misterio, por esta opacidad  ES que el acto de creación tiene algo de ineludible para el creador. Por eso el arte estará entre nosotros hasta que el último ser humano viva. Eso misterioso, opaco al entendimiento emerge, y toma el timón de lo que sea. Se traduce en movimiento que deja una marca. Un matiz en la voz, un rasgo en la línea, una letra junto a la otra, que hacen un sonido, una palabra, un verso, un golpe de cincel, un mínimo gesto en el rostro, el instante en que se dispara el obturador de la máquina para sacar una, esa, única foto.
¿Qué sucede en mí para que algo íntimo, casi inasible, se haga movimiento y deje marca?  Para que yo, creador, avance sobre alguna cosa del mundo. ¿Cómo comienza la creación?
Comienza desde mí, muy dentro de mí. Pero entonces, ¿es un acto solitario? Muchas veces lo es, sí.
Pero en otras ocasiones, y aquí el misterio es todavía más enorme, la misma opacidad que da origen a algo en uno, abarca a más de uno. Así sucede con las obras colectivas. Los coreutas lanzan sus voces, cada una con matices particulares y todas juntas con un rasgo definido: el conjunto es uno también. Tiene identidad de sonido. Todas juntas las voces dejan una marca en el aire.
Un narrador empieza a contar. El cuerpo, la voz, los gestos en algún momento lo toman, siente que se enciende y justo ahí conecta de un modo particular con los que escuchan.
Algo de este misterio puede ser compartido. No es lo único en un acto de creación, después vendrán: el trabajo con la materia elegida, la técnica, un saber hacer. Sin embargo esta opacidad estará siempre latente participando hasta el último instante. Y se traspasará del mismo modo misterioso al que lee, escucha, contempla.
Cada libro tiene el trabajo de muchas personas. Y siempre hay más de un creador. En especial, en los libros destinados a la infancia que son objetos particularmente inclusivos, es deseable se abran varias coordenadas de lectura. Que provoquen al lector desde más de un flanco. Entonces participarán de su creación: el escritor, el ilustrador y el diseñador como mínimo. Claro que algunas veces un acto de creación es el pretexto para los otros. Que un texto inicial, que ha salido de vaya a saber qué fondos del escritor, es sobre lo que orbitan las creaciones de otros artistas. Así como una novela puede ser lo que motive la creación de una película. Y no está mal. Es un diálogo. Además por extensión podría postular que toda obra lleva en sí un diálogo infinito con muchísimas otras.
Sin embargo, cuando un objeto ocupa a más de un creador como acto simultáneo, o en diálogo simultáneo, la creación pide otras características. Me parece que hace falta  un acompasamiento. Un encuentro armónico de esas opacidades para luego dar lugar al saber hacer de cada quien. Si la creación emerge del espacio íntimo de un artista, si son dos, habrá dos intimidades.
No es fácil pero cuando resulta, es potente.
Encontrarse con otro no es cosa fácil. No digo estar en el mismo lugar al mismo tiempo, digo encontrarse de verdad. Compartir las palabras, el tiempo y  el silencio de la intimidad con consentimiento mutuo. Y deseo. Dejar que el otro se acerque sin sentir una intromisión. Desear que el otro se acerque.
Y cuando hablamos de la palabra poética estamos en un territorio de fragilidad extrema. Cualquier variación del trabajo con el tiempo, las palabras y el silencio pueden sentirse como intromisión. Los encuentros piden sutileza.
Ya saben que si hay dos lectores hay dos lecturas, hay dos diferentes búsquedas. No hay lecturas buenas y malas. Puede haber, claro que sí, mayor compromiso subjetivo con la lectura. También podemos hablar de lecturas enriquecidas por un recorrido denso e intenso. Pero siempre estamos en la vía de la subjetividad. Y además ahí elegimos quedarnos porque se trata de hablar de la creación. La lectura es también un acto de creación. Y toda creación supone una lectura del mundo. Y de otras obras.
Saben bien los narradores que algunos autores, en especial los poetas, son muy susceptibles a todo cambio en sus textos.  Lo dice Laura Devetach en su Construcción del camino lector:

 Los huecos, los silencios, los blancos, también son textos y por lo tanto factibles de ser leídos.
Tiene que poder leerse lo indeterminado.

Al poeta le importan muchísimo los silencios. Tal vez quisiera escuchar las palabras como estaban en la voz que las ha traído hacia él. Pero  él ha soltado esa obra y ya es de los lectores. Y toda lectura será otra. Sin embargo hay algo, esa opacidad, eso difícil de decir, que le da una armonía al texto. El punto lírico. Algo muy frágil que se puede desmoronar con facilidad.
Es un terreno en el que el encuentro pide amor y cuidado.
Doy toda esta vuelta para llegar al libro ilustrado o al álbum creación de dos. Verán hasta qué punto es una situación humana que necesita “comprensión” (de la que habló Iris ayer en el sentido que supera el entendimiento y dice de un verdadero encuentro entre dos) y este estado de compresión no es ajenos a todos ustedes que son/serán  mediadores de lectura. Es un estado que pide el mismo amor que a ustedes la situación de llegar con un libro a otro lector.
Los escritores trabajamos con imágenes y los ilustradores  trabajan con palabras. Cuando yo escribo tengo una imagen de la escena que estoy contando. Cuando un ilustrador dibuja penden palabras de los universos que traza. De manera distinta, claro. Pero hay una zona compartida. Y cuando se trata de un trabajo de creación simultánea, es deseable que esas sean zonas de encuentro. Lo que no significa necesariamente coincidencia. Se trata más bien de diálogo. Apertura. Y honestidad.
A todos nos ha pasado alguna vez ver una película después de haber leído un libro. Y sentir una reacción emocional ante esos cuerpos distintos a los que nosotros habíamos imaginado. Primero es de desacomodo porque nunca va a ser igual. Y luego es de búsqueda. Puede ser mejor, puede haber aportado espesor o puede francamente decepcionarnos. Uno puede sentirse traicionado. Y habrá que decirlo. Lo cierto es que ninguna comprensión será inmediata. Habrá que dar tiempo a que las opacidades se encuentren. Habrá que buscar cómo funcionan esos silencios en el claro de la hoja. Habrá que dejar que se deslice en nosotros el trabajo que ha hecho el ilustrador con su tiempo, su trazo y su silencio para comenzar a conversar
Apertura y honestidad.
Y también me parece que cada vez será diferente porque cada obra es distinta. Del mismo modo que yo no tengo una sola manera de vérmelas con mi escritura.
Tiempo, palabras y silencio.
La idea que tengo del trabajo con otro creador se parece un poco a  la historia de “La viejita de las cabras” de Ediciones del eclipse. El texto es mío, las ilustraciones de Dolores Pardo y el diseño de Itsvan. Y puede que este libro trate también de lo que sucede cuando dos hebras de materia distinta se unen en un mismo tejido para volar.




domingo, 20 de abril de 2014



Las palabras, una niña y la esperanza


Cuando acababa de cumplir cinco años mi mamá murió. Tuvo una gripe como la que tiene cualquiera, se hizo infección, pasó a una membrana del corazón y murió. En una semana. Estas cosas pasan.
Frente a la muerte, ¿hay esperanza?
Hay.
La esperanza son los otros.
Hay esperanzas para la niña, no para la madre.
Y la niña tiene que enterarse: no hay esperanzas para la madre. Porque de otra manera se empequeñecerán las esperanzas para la hija.
Y algo de esto pasó. Nadie me dijo que mi madre había muerto. Nadie. Durante muchos días, semanas, meses, miré la puerta de la casa de mi abuela, esperaba que se abriera. Una puerta cerrada por completo, un corazón suspendido en esa espera.
Había que ser valiente para decir a dos niñas tan pequeñas que su madre había muerto. Y por allí no hubo ningún valiente. Había que saber cómo usar las palabras además. Esas cosas no son fáciles de decir. Hay que buscar la manera. Hay que pensar cómo. Pero hay que decirlo. Hay que hablar de lo que ya no tiene esperanza a esa niña para que llore, para que tenga su dolor autorizado. Para que sepa que tiene que buscar dónde poner ese amor que sentía y ya no tiene cuerpo. Las palabras no son asuntos de cobardes. Puedo entender que hubiera un dolor tan fuerte que imposibilitara hablar del asunto. Puedo entenderlo yo a los 46 años. No puede entenderlo mi niña de cinco.
Lo supe cuando ya había otra persona que fue quien ayudó a decirlo. Vino otra persona, tal vez demasiado pronto, y empujó a hablar de lo que no tiene esperanza. Y yo le agradezco.
He decidido contar esta circunstancia de mi vida porque creo que nada tiene tanta fuerza como una verdad particular. Y eso le da sentido a la literatura para mí. Las palabras que otro ha escrito, esas que ha encontrado en una búsqueda tan propia, tan alejada de “lo que debe ser”  o de verdades universales, esas íntimas palabras, son las que me hablan de mí.
Y creo que algo hay que poder decir de lo que no tiene esperanza. Y de todo lo demás también.
Enseguida encontré en los libros las palabras que me hicieron falta. No fue lo mismo. Tuvo sus efectos, crecí con más confianza en esos libros que en los que me rodeaban. Las personas abandonan, los libros quedan. Las personas que dicen que te quieren y te van a cuidar, te dejan parada frente a la puerta. Las personas no se atreven a decirte lo que por derecho propio tenés que saber.
Pero aquellos libros que guardaban palabras para decir lo que fuera necesario vinieron a ofrecerme un cuerpo. Yo digo que los libros me salvaron la vida.
Y no fue porque me explicaran verdades universales o me dijeran lo que no había sido dicho. No fue porque tuvieran la intención de hablarme. Fue porque por un maravilloso misterio, las palabras que había escrito un autor para hablar de sus verdades particulares, gracias a la metáfora, hablaban de mis verdades. Un autor comprometido con su búsqueda profunda anudaba sus emociones, pensamientos, absurdos, locuras a las palabras y me llegaban vueltas sobre mí. No quiero desentrañar ese misterio ni creo que nadie pueda hacerlo. Las palabras que había elegido otro para contar lo que tuviera que contar se transformaban en las palabras que mi niña andaba necesitando. Y la única condición para que la magia se pusiera en funcionamiento era la de una verdad (del escritor) oculta bajo esa superficie de letra.
Hubiera sido hermoso tener una esperanza que trajera a mi madre. Pero yo tenía cinco años y ella estaba muerta. Nada puede evitar que cosas así ocurran a los niños. Y no es necesaria una circunstancia tan extrema. Los niños viven en este mundo enorme. Ven, sienten, piensan cosas, les pasan cosas y necesitan palabras para capturar lo que se escapa. Lo que se pierde, lo que desaparece. Los niños tienen tristezas y alegrías. Son tan completos como los adultos y tan complejos también. Nadie reparte con justicia las tragedias ni las desdichas. A los chicos les tocan. Y sufren. Y sospecho que somos los adultos los que necesitamos sostener la ilusión de una infancia eternamente feliz, y a toda costa ponemos en los niños el candor y la ingenuidad.  Muchas veces ocultamos y callamos por complacencia con nosotros mismos. Para estar más cómodos, para hablarle a la infancia que nos gustaría que fuera, que no es ni por asomo, la que de verdad es.  
La literatura pone palabras a lo inombrable sin proponérselo. Por eso es literatura. Está más allá de las recetas, está más allá de la superficie. Esos garabatos locos que dibujan letras tienen el poder de llevarnos a lo más oculto de nosotros mismos. Ahí está el secreto. No se puede dominar. Lo que hay que contar emerge y se libera de cualquier restricción si va a ser verdadero. Algo le habla a mi niña y yo sé cuándo sucede. Y yo sé que a los niños puede contárseles cualquier historia.
Hubo una niña que tuvo que saber que un deseo propio no tenía esperanzas. Y vinieron las palabras a tejer una red para evitar la caída. Y las palabras vinieron de la literatura.
Yo agradezco muchísimo a mi madre una biblioteca abierta toda para mí. Y dedico a mi niña de cinco años estas líneas. Y a todos los adultos valientes que acercan libros a los chicos. Libros de autores que no tienen miedo de contar lo que hay que contar. Y que saben como hacerlo. Y son muchísimos por fortuna. A ustedes compañeros de viaje.






viernes, 4 de abril de 2014

Sumo para no restar

 Paro la oreja. La conversación no es para mí pero estoy cerca. Profes de Lengua y Literatura hablan con fervor de sus asuntos. De los repertorios de lectura que han escogido para sus alumnos adolescentes: El Quijote, poesías de Becquer, cuentos de Cortázar, Borges, algo de Soriano, ¿cómo impugnar ese corpus?, ¿quién lo haría? Hablan de su amor por esos textos, que ha sido amor de jóvenes. Ha sido lo que leyeron y los enamoró durante su propia formación. “Ahora no tengo tiempo para leer”, dice alguien.
Oh… han escogido los textos que leyeron en los tiempos en que podían leer. Tiempos que se recuerdan con añoranza, cuando la vida no era el torbellino de urgencias domésticas que es.
Cómo juzgarlos. Entiendo de lo que hablan. No es fácil contradecir al mundo, abrir un libro y ponerse a leer con la pila de platos para lavar. No es fácil hacerlo. Porque luego, ya se sabe, no es fácil parar. Volver al tiempo en el que el libro era capaz de esa captura absoluta, capaz de lograr la ausencia completa del universo de los actos prácticos. No hablo de leer para preparar la clase que pone en el punto del leer “para” y es otra forma de lectura. Digo leer todo lo que “antoje”, que de allí saldrán las clases.
Porque sin querer la escuela tiende sus trampas de repetición y conservadurismo y la clase de literatura se convierte en una misa en latín. Todos salmodian su letanía para dejar contento al fulano y aprobar. Y el profe se ha convertido en su instrumento. Por sus viejos amores y su falta de tiempo.
Y cómo les gustaría a sus viejos amores entrar en diálogo con voces nuevas, frescas, desacantonadas. Lenguas que buscan su espacio en lo que ha germinado de aquellas. Los viejos van a vibrar en sus encuentros con estos “raros peinados nuevos” van a bajar del olimpo y a sacudirse el polvo. Y de paso nos lo sacuden a nosotros.
Porque no seremos los de literatura “los viejos vinagre” caídos del mundo que la tradición señala que debemos ser. De ninguna manera. Tampoco jóvenes adolescentes (esos son nuestros alumnos que tendrán todo para decir)
Una vez escuché a una notable escritora de “literatura para adultos” decir que los jóvenes podían leer en el colegio la literatura contemporánea que se publica para adultos. Y claro que pueden. Si los profes la conocen. Como probablemente ella habría incluido algún título publicado en colecciones juveniles si los hubiera conocido. Uno opina de lo que conoce. Es poco honesto desdeñar lo que se desconoce, ¿no?
Entonces, hoy pensaba en estos diálogos, en los profes y sus vidas complicadas como las de todos y en las ganas de que dejen que se les amontonen de vez en cuando las pilas de platos para lavar, total, después quién les quita lo bailado.

¡Let´s dance!